"Lo malo de la gran familia humana es que todos quieren ser el padre" (Mafalda)

jueves, 23 de septiembre de 2010

Caperucita en Manhattan




Autora: Letra Z
Edad: De 8 a 88 años


¡Son los desobedientes los que llevan el mundo adelante!
GIANNI RODARI



Caperucita en Manhattan es una revisión del popular cuento... ¿Os acordáis? Aquella historia en la que una niña iba a visitar a su abuela, y se encontraba con un lobo muy malo que…
Pues bien, en esta historia lo único que permanece son los personajes principales, y ni siquiera en esencia se parecen. La abuelita no es una pobre anciana débil y confiada, sino una antigua cantante de Music-Hall, extravagante y divertida. Y el lobo, ¡ay, el lobo! de feroz sólo le ha quedado la intención, pues es un pobre desgraciado que se quedó atrapado en su propia vanidad, pero que también (aquí no hay sentencias para los que se equivocan de camino) encontrará la salvación.

Sara Allen, la nueva Caperucita es una niña diez años que vive en Nueva York. Inteligente y visionaria, y por supuesto mucho más lista que sus padres. Y más valiente.
Sara es especial. Nadie que no lo sea se convierte en protagonista de una historia. Eso ya deberíamos saberlo. Si quieres encontrar normalidad no busques en la literatura.

Su ansia es la libertad, el obstáculo: los miedos de los otros. Los padres de Sara simbolizan las dificultades que nos pone la vida para que nuestros sueños se vayan alejando. Sólo el que persiste los alcanza. Sara parece intuir esto, pero todavía no lo sabe con certeza.

El personaje que la llevará de la mano, a ella y a cualquiera que se deje atrapar por sus encantos, es una mendiga sin edad llamada Miss Lunatic que se esconde por el día en la estatua de la Libertad y vive de noche, recorriendo calles y conciencias, repartiendo valentía y confianza.

Caperucita en Manhattan es un cuento que cautiva, y si te dejas te obliga a concederte un tiempo para realizar las revisiones oportunas de aquellos anhelos olvidados, aplastados por el peso (que no paso) de los años.

Carmen Martín Gaite escribió esta historia para niños y niñas, y lo hizo sin olvidar que ellos también añoran la rebeldía y las ganas, tal vez ellos más que nadie. Y con palabras adultas y sueños infantiles al terminar de leer esta aventura nos queda la pregunta: ¿Estoy haciendo lo que quiero? Tal vez la respuesta se halle entre sus páginas. Querer averiguarlo ya es un acto de libertad. ¿Te atreves?

jueves, 16 de septiembre de 2010

La leyenda del coche rojo


Autor: letra G
Edad: letras de 6 a 8 años

¡A ver quién adivina en qué leyenda está basado!



Érase que se era
un colegio singular
que tenía un patio enorme
con mucho donde jugar.


Había una campo de fútbol,
un jardín con arbolillos,
y una zona de columpios
con tobogán y un castillo.


El castillo lo ocupaban
el grupo de los matones,
que sólo dejan entrar
a los fuertes y mayores.


Así pasaban los días
en el patio del colegio:
sin columpios ni castillo
para los niños pequeños.


“Esto tiene que acabar”
exclamó un día Josetxo
“aunque no seamos grandes
también tenemos derecho”


Haremos un coche rojo
tan grande y tan divertido
que los mayores querrán
que esté dentro del castillo.


Pero lo que no sabrán
es que iremos escondidos
en el interior del coche
¡van a quedar sorprendidos!


Después de mucho trabajo
y enorme dedicación
dejaron por fin el coche
listo para la invasión.


Se metieron ocho niños
(los ocho más atrevidos)
y los otros lo empujaron
hasta llegar al castillo.


Los mayores envidiosos
salieron a recibirlo
¡Queremos ese cochazo!
¡Que lo metan al castillo!


Cuando el coche estuvo dentro
No pudieron reaccionar
Salieron los 8 niños
Listos para conquistar.


¡Este castillo es de todos!
Si queréis jugar en él
deberemos compartirlo
como si fuese un pastel.


Una mitad será vuestra,
la otra de los pequeños.
Repartido de esta forma,
todos lo disfrutaremos.


Y así comenzó una etapa
de paz y tranquilidad
y gracias al coche rojo
todos pudieron jugar.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Clark metió el triple y yo me hice mayor


PUBLICADO POR LA LETRA E
EDAD:14-17


El primer partido de baloncesto que tengo conciencia haber vivido de verdad y que me marcó se jugó en las pasadas navidades de 2009. Era yo una niña de 13 años y ese día el Estudiantes ganó al Madrid con un triple en el último segundo de Daniel Clark.
Por supuesto que antes había visto muchos otros partidos ya que mi padre me llevaba al campo desde muy pequeña; él siempre llevaba un gorro de colores al partido y le llamaban “Kurdo” no se sabe muy bien por qué. Un gorro que llevó hasta que murió.
Ese día de 2009 fue una jornada muy especial ya desde su comienzo porque fuimos al Polideportivo Magariños a comprarme una sudadera que estrené esa misma tarde y después comimos en un restaurante árabe al que acudimos por primera vez. Yo noté que mi padre ese día me trataba de una forma especial, algo era diferente, pero seguramente yo lo achaqué al partido contra el Madrid que siempre le ponía nervioso.
Mi padre y sus amigos vivieron con una intensidad tal el partido que nos acabaron contagiando a los que estábamos con ellos, a sus hijos e hijas. El triple final que nos daba la victoria fue celebrado como nunca y yo noté algo muy potente en mi interior, algo que no había sentido hasta ese momento en la mirada de mi padre y en su abrazo posterior.
Después fuimos a celebrarlo todos juntos, cerveza para los mayores y refrescos para los más pequeños en la Casa de Campo.
Llegamos a casa tarde, pero aún así mi padre se empeñó en no romper con nuestra tradición nocturna desde hacía un tiempo: Antes de acostarme debía buscar una palabra en el diccionario y ver su significado para así llevármelo de alguna manera a la cama. Esa noche él eligió la palabra, que fue Adoptar: “Recibir como hijo, con los requisitos y solemnidades que establecen las leyes, al que no lo es naturalmente”. Y allí, en ese momento, mi padre me contó que yo era adoptada, lo que eso significaba y lo mucho que me quería. Y lo entendí todo perfecta y serenamente y me pareció que eso me hacía especial porque yo lo era a los ojos de mi padre. Y además me hizo crecer: a partir de ese momento (aunque realmente yo llevaba con esa sensación toda la jornada) vería las cosas de diferente manera, siendo adulta e infantil a la vez, como si hubiera traspasado una frontera natural.
Y desde entonces, se convirtió en un código entre mi padre y yo que las noticias importantes y nuestras decisiones vitales nos las comunicáramos un día que hubiera partido. En un Estu-Barça le hablé de mi primer desamor y que me quería morir literalmente; en un Estu-Granada le comuniqué que quería ser “artista”; un Estu-Murcia fue testigo del anuncio de mi primer premio en un concurso de relatos; en otro Estu-Madrid mi padre me dijo que cuando cumpliera 18 años este verano, él se iría a vivir a Ibiza, junto al mar; y poco después, el día que se jugó el Estu-Bolonia mi padre murió, pero ahí sí que no avisó a nadie.
Hoy cumplo 18 años y parece que ya soy adulta y madura, pero no puedo olvidarme del día que Clark metió el triple y yo me hice mayor.

jueves, 2 de septiembre de 2010

LA CARACOLA



Letra: GR
Edad: 8 años

Marina era la pequeña de una numerosa familia. Nada más y nada menos que diez años más pequeña que el menor de sus hermanos. Marina estaba acostumbrada a que no reparasen en ella. Hola, nena. Qué tal, nena. Marina jugaba sola, se inventaba la vida sola, soñaba que subía a las cumbres más escarpadas para poder tirarse al mar, y nadar, nadar como una sirena. Escalaba los picos más altos del acantilado, que eran las escaleras de su madre, jugaba con los tiburones, buceaba en busca de tesoros. Y en las tardes de agosto se acercaba a las rocas para mirar al mar.
Una tarde, una de las más oscuras y frías que se recuerda de aquel verano, aunque no la peor, claro está. Pero como eso ocurre al final de la historia, por ahora no diré nada. Azotaba el levante y traía olas inmensas a las rocas, le pareció entonces escuchar voces, conversaciones como de mujeres cotorras y parlanchinas que van de un tema a otro sin tener nada que decir. Aguzó el oído y se dio cuenta de que eran las olas. Las olas le hablaban, se enfurecían, trataban de hacerse escuchar, se quitaban la palabra unas a otras para contarle algo antes de chocar contra las rocas. No te vayas, le dijo una. Mis hermanas te explicarán, dijo otra. Debes atender, gritó otra. Porque todas, absolutamente todas, tenían algo que contarle. Y así fue como Marina comenzó a acudir al acantilado aunque cayesen chuzos de punta.
En los días cálidos las olas bajaban tranquilas, soñolientas, parecía que el mar las acunaba. Porque el mar se enfadaba como ella, y se entristecía sin razón. Pero también reía y se volvía socarrón y divertido lanzando sus olas de acá para allá. Aunque era precisamente en las tardes de tormenta cuando el mar lanzaba a las olas más locuaces, y Marina escuchaba las historias que aquellas infelices le contaban antes de deshacerse en espuma contra las rocas. Eran historias sobre piratas sangrientos, pescadores pacientes, tesoros escondidos y batallas.
No me lo creo, dijo la niña una tarde al mar. Nunca he visto un tesoro. Y el mar embravecido y ofendidísimo envió a las olas para que le fuera entregando no solo sus propios tesoros como perlas y corales. Sino también los escondidos por los piratas, o los abandonados en naufragios. Le regaló collares, pulseras, y anillos. Y ella, sin tener ni idea del valor de esas ofrendas, las fue guardando en una pequeña caja de zapatos.
Un día su madre la encontró y quedó horrorizada. ¿De dónde has sacado todas estas joyas? ¿A quién se las has quitado? Son mías, gritó Marina, me las regaló el mar. ¿El maaar? Dios mío, esta niña roba. Hay que hacer algo.
La interrogaron. No, no soy una ladrona, gritó Marina desesperada. La llevaron a un médico, y este decidió que había que tratarla, que todo el asunto resultaba muy extraño, y que lo primero que tenía que aprender era a vivir la realidad, a perder esa fantasía que se estaba volviendo enfermiza. No está bien, no señor, dijo subiéndose las gafas. Hay que internarla, confirmó.
Y Marina salió de su casa llorando, agarrándose a la barandilla del paseo marítimo para gritarle al mar que él era el culpable y que por tanto ahora debía rescatarla. Y este, hecho polvo, trató de arrancarla de ese coche que se la llevaba tan lejos. Pidió ayuda al viento y a la tormenta, llamó a los tornados y a los rayos. Lanzó sus olas al camino por el que se alejaba el coche con la niña.
Aquella noche el mar se tragó el camino y la playa, el malecón y las barcas, el paseo marítimo y los árboles. Y al ver que no podía alcanzarla, le arrojó con sus enormes brazos espumosos una caracola para seguir contándole historias.
Por eso, si encuentras una caracola en la playa, acércatela al oído, porque al principio escucharás el sonido del mar, de las olas. Pero si prestas atención, si tienes paciencia, lograrás oír historias de pescadores y de piratas, de sirenas y delfines, de tesoros escondidos y de batallas. Lograrás escuchar las miles de historias que nunca deja de contar el mar.